jueves, 2 de junio de 2011

Salvador era un señor gordo y viejo que vivía en una casa oscura, de dimensiones pequeñas y el que no está acostumbrado a ella diría un poco agobiante. Para salir de la misma, hay que atravesar un largo pasillo que te lleva a una ciudad inmensa, pero no menos oscura y tampoco menos agobiante.
El hombre no era, lo que se dice, un ermitaño, pero el inevitable y caprichoso paso de los años se fue llevando, primero, a algunos conocidos y parientes, hasta volverse progresivamente cruel y se metió con los amigos para, finalmente, dejarlo sin esposa. Uno podría identificar ese punto crucial en su vida como el comienzo de todas las sucesivas desgracias pero ¿qué más da ya? ¿acaso el tiempo permite deconstrucción?.
De todas formas, lo que me interesa contar de Salvador no incluye a sus amigos, parientes ni esposa, sino al pasillo y los escalones que lo esperaban al atravesárlo.

Salvador disfrutaba de pocas cosas en la vida; el tabaco, las comidas abundantes y el vino estaban fuera de la discusión, "por lo menos si quiere seguir vivo", le dijo su médico, así que su perro, los mates y las tardes sentado en los escalones del final del pasillo, concentraban sus momentos de gozo y felicidad.
Cualquiera que subía la calle Mitre una tarde tipo 19 hs, se lo encontraba en esos escalones con la mirada perdida, acariciando a su perro o charlando con el mecánico del taller de enfrente. Siempre amable, saludaba con una sonrisa y compartía un mate si se le pedía.

El tiempo todo lo cambia y Salvador lo sabía. El barrio fue perdiendo las caras conocidas, el taller mecánico fue reemplazado por un lavadero de autos (para terminar, hasta donde sé) en un estacionamiento y la gente ya no saludaba al pasar, ni pedía mates, sino que se despachaban con un suspiro de molestia al tener que evadir los escalones, ocupados por el hombre, y pasar a la calle.

Así fue cómo Salvador y su perro hicieron más esporádicas esas salidas, las tardes se les volvieron más largas, más oscuras. Ya no charlaba más que con parientes lejanos por teléfono y se entregó al entumecimiento de la televisión.
Los mates se tomaban en la mesa de la cocina solitaria, con la radio de fondo y, en los días más duros, el apenas audible sonido del llanto ahogado del hombre.

Cuando tenía un buen día; ya sea por no recordar o porque pasaban series de vaqueros en la televisión, Salvador tomaba coraje y caminaba ese pasillo como quien camina un largo túnel con la esperanza de encontrar algo nuevo, algo mejor; pero siempre se desilusionaba y la vuelta era tortuosa.
Ésto se repitió el número de veces necesario como para que un día, sin ninguna razón en particular ni planeamiento alguno, Salvador detuvo la marcha a mitad de camino. Su perro, que caminaba delante suyo, notó su ausencia y regreso a él; lo encontró triste, desganado, como si de golpe, toda la vida que le quedaba se le escapó de golpe.
Ambos regresaron a la casa, cerraron la puerta y se sentaron en absoluto silencio a mirar la televisión; una televisión que no pasaba historias de vaqueros, ni nada que le podía llegar a interesar a Salvador pero, como todos sabemos, a él tampoco le importaba ya.



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